Esto no es un alegato. No es un discurso al que poder acompañar con música de tintes épicos. Tampoco una exposición romántica de barbudos soñadores. Es tan solo un recordatorio, un análisis de verdades, a veces, poco visibles.
Como buen recordatorio que pretende ser, recordemos pues la frase de Cicerón que daba pie al artículo de la Filosofía y Agricultura, y que decía así: “La agricultura es la profesión propia del sabio, la más adecuada al sencillo y la ocupación más digna para todo hombre libre”.
Libres, sencillos y sabios.
Está claro que es una profesión dura en muchos aspectos, sujeta siempre a las incertidumbres del clima, de la tierra, de los mercados… En invierno el agricultor pasa frío, en época de lluvias se moja, en verano pasa calor y cuando el mercado feroz actúa sin conciencia, hambre.
El agricultor se mancha las manos a diario, pasa horas fuera de casa, sufre averías de las máquinas justo en el punto clave de la labor agrícola en cuestión.
El agricultor es un personaje peculiar, incluso muchos, todavía cuentan en pesetas por la exactitud de las mismas cuando se habla en precios bajos (desafortunadamente muy habituales en el sector). El agricultor es ese señor – y digo señor porque normalmente, al hablar de esta profesión, lo primero que nos viene a la cabeza es alguien del género masculino- que lleva una gorra, una espiga entre sus dientes, las botas manchadas de barro y que vive en un pueblo.
Déjame decirte que el agricultor es MUCHO MÁS que eso. El agricultor es esa tostada de pan cada mañana, y el aceite que le pones. El agricultor es esa cervecita al salir del trabajo con los amigos, el maíz frito que las acompaña. Es la ensalada de tus cenas, el café de tus mañanas, el plato de pasta después de hacer deporte, el algodón con el que te desmaquillas. El agricultor está en casi todas las acciones de tu día, en todos tus hábitos y rutinas, el agricultor te acompaña allí donde vas. El agricultor siempre está ahí, aunque muchas veces tú no lo ves.
Libres, sencillos y sabios.